" Bendito sea el lazo que nos une". Martin Luther King

Señor, Médico Todopoderoso, me postro ante Ti. Ya que no hay don ni merced que de Ti necesariamente no provenga, te suplico: Da habilidad a mi mano, clarividencia a mi mente, bondad y piedad a mi corazón. Dame singularidad de propósito, fuerza para aliviar la carga de los que sufren y un auténtico conocimiento del privilegio que me ha sido otorgado. Elimina de mi corazón todo engaño y frivolidad para que con la sencilla fe de un niño pueda confiar en Ti. Amén.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Rocío Jurado

Miguel Hernandez- Nanas de la cebolla / J.M. Serrat

Masoquismo


La algolagnia pasiva se conoce, por antonomasia, con el nombre de masoquismo. Este término evoca al barón alemán Leopoldo von Sacher Masoch, que vivió de 1835 a 1895. Fue profesor de Historia y novelista. Sus obras más conocidas son: Venus con pieles, El último rey de los magiares y La mujer divorciada o la historia erótica de un idealista.
En la Venus con pieles, Severino (el mismo autor) es un individuo dominado por su esposa Wanda. Esta tiene un amante, Greco, que pega al marido el cual se siente contento y complacido con ello. Wanda von Dujan es una figura real, una obrera que vivió mucho tiempo con Masoch, antes de casarse con él, y que colmó sus extrañas ansias de ser golpeado y humillado según la variedad de maneras que describe en sus libros. Toda la teoría del masoquismo está en los “contratos” firmados entre Wanda von Dujan y Sacher Masoch que fueron publicados en su día por Shlichte Groll. En ellos pueden leerse cosas tan curiosas como las siguientes: “¡Esclavo! Os acepto como mi esclavo y os tolero a mi lado, bajo estas condiciones: que renunciéis absolutamente a vuestra personalidad; no tendréis otra voluntad que la mía; seréis en mis manos un instrumento ciego, cumpliréis mis órdenes sin discutirlas; yo tendré el derecho de castigaros y corregiros sin que os quejéis; si os otorgo algo fácil y agradable, será tan sólo un favor por mi parte y tendréis que darme las gracias por ello. Nunca podréis considerarme en culpa; yo no tendré deber alguno, no seréis hijo, ni hermano, ni amigo de nadie, sino mi esclavo en el polvo. Me pertenecéis en cuerpo y alma; pondréis bajo mi autoridad vuestras sensaciones y sentimientos, incluso cuando esto os procure un gran sufrimiento…Me será permitida la mayor crueldad; aunque os hiciera pedazos, no podréis quejaros. Trabajaréis para mí como un esclavo; besaréis, sin protestar, mi pie que os pisa y esto también cuando yo nadase en la abundancia y os dejase en las privaciones. Podréis abandonaros a mi voluntad, pero no podréis iros sin mi consentimiento; en caso contrario, tendré el derecho de torturaros hasta la muerte con todos los tormentos imaginables. Fuera de mí no sois nada; para vos, yo lo soy todo: vida, felicidad, porvenir, tormento, alegría… Haréis, por mi orden, el bien y el mal; y llegaréis a ser criminal por mi voluntad, si yo exijo que cometáis un delito. Yo soy vuestra soberana, la dueña de vuestra vida y muerte; me pertenecen vuestro honor, vuestra sangre, vuestra inteligencia y vuestra capacidad de trabajo. Nunca os devolveré la libertad; si las cadenas de mi dominio llegaran  a seros demasiado pesadas, siempre podréis mataros.” El barón Leopoldo von Sacher Masoch escribió al pie de tal contrato: “Me obligo, bajo palabra de honor, a ser esclavo de Wanda von Dujan, como ella me lo pide, y a plegarme, sin resistencia, a todo lo que ella quiera de mí. Leopoldo, caballero de Sacher Masoch.”
La vertiente dolorosa del erotismo, en cuanto a la más frecuente realización práctica, esto es, la algolagnia pasiva física, se relaciona preferentemente con la piel. En el flagelantismo, los azotes persiguen la excitación y el placer sexual. Esta práctica tuvo amplia difusión en la Edad Media, y acabó, en cuanto a fenómeno masivo – existió durante mucho tiempo la secta de los flagelantes-, a principios del siglo XIX, aunque todavía en  1880, había casas con cuartos de tortura, como el famoso establecimiento de Teresa Berkeley, en 28 Charlotta Street, en Londres, con potro y otros aparatos para los que deseaban ser flagelados. En vista de los beneficios logrados por Teresa Berkeley muchas mujeres la imitaron y se anunciaron como “masajistas severas”.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

PARA VIVIR NO QUIERO


María Dolores Pradera

Cyrano de Bergerac

"Ese es mi vicio, me gusta provocar, adoro ese suplicio. ¿Qué quieres que haga? ¿Buscarme un protector? ¿Un amo tal vez? ¿Y como hiedra oscura que sube la pared medrando sin lira y con adulación? ¿Cambiar de camisa para obtener posición? ¡No, gracias! ¿Dedicar, si viene al caso, versos a los banqueros? ¿Convertirme en payaso? ¿Adular con vileza los cuernos de un cabestro por temor a que me lance un gesto siniestro? ¡No, gracias! ¿Desayunar cada día un sapo? ¿Tener el vientre panzón? ¿Un papo que me llegue a las rodillas con dolencias pestilentes de tanto hacer reverencias? ¡No, gracias! ¿Adular el talento de los canelos? ¿Vivir atemorizado por infames libelos y repetir sin tregua: ¡Señores, soy un loro, quiero ver mi nombre escrito en letras de oro!? ¡No, gracias! ¿Sentir terror a los anatemas? ¿Preferir las calumnias a los poemas? ¿Coleccionar medallas? ¿Urdir falacias? ¡No, gracias! ¡No, gracias! ¡No, gracias!...

Pero cantar, soñar, reír, vivir, estar solo, ser libre, tener el ojo avizor, la voz que vibre, ponerme por sombrero el universo por un sí o por un no, batirme o hacer un verso; despreciar con valor la gloria y la fortuna, viajar con la imaginación a la luna, no pagar jamás por favores pretéritos, renunciar para siempre a cadenas y protocolo; posiblemente no volar muy alto, pero solo."

LETIZIA


La pervivencia del amor

LA PERVIVENCIA DEL AMOR 
“Creo que podemos esperar que, libre de la pesada carga del miedo, del privado miedo económico y del público miedo a la guerra, el espíritu humano se remontará a alturas hasta ahora no soñadas. Hasta ahora, los hombres han estado siempre cohibidos en sus esperanzas, sus aspiraciones y su imaginación por las limitaciones de lo que ha sido posible. Han buscado alivio al dolor y a la tristeza en la esperanza de una futura vida en el cielo. No hay razón para que la vida en la tierra no haya de estar llena de felicidad. No hay razón para que la imaginación haya de buscar refugio en el mito. En un mundo tal como los hombres podrían hacerlo ahora, si quisiesen, la imaginación podría ser libremente creadora dentro del marco de nuestra existencia terrenal. En tiempos recientes, los conocimientos se han desarrollado tan deprisa, que su adquisición ha quedado confinada a una pequeña minoría de expertos, pocos de los cuales han tenido la energía o la capacidad de impregnarlos de sentido poético y de penetración cósmica. El sistema astronómico de Ptolomeo halló su mejor expresión poética en Dante, y para ello hubo de esperar unos mil quinientos años. Estamos sufriendo una indigestión de ciencia. Pero en un mundo de educación más emprendedora, esta masa indigesta podría ser asimilada y nuestra poesía y arte podrían crecer y abrazar nuevos mundos que una época cantaría. Podemos esperar que la liberación del espíritu humano nos traiga nuevos esplendores, nuevas bellezas y nuevas sublimidades, imposibles en el constreñido y cruel mundo del pasado. Si nuestras actuales cuitas pueden ser superadas, el hombre podrá mirar hacia adelante en un futuro inconmensurablemente más largo que su pasado, inspirado por una amplitud de miras, por una continuada esperanza, perpetuamente alimentada por un continuo triunfo. El hombre ha tenido un comienzo estimable para un niño – porque, en un sentido biológico, el hombre, la última de las especies, es todavía un niño-. Ningún límite puede ponerse a lo que ha de conseguir en el futuro. Con los ojos de mi imaginación veo un mundo de gloria y alegría, un mundo donde las mentes se expanden, donde la esperanza no se anublará, y donde lo que es noble ya no será condenado como traición a este o aquel mezquino objetivo. Todo esto puede suceder si dejamos que suceda.” 
Bertrand Russell

miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL CISNE NEGRO

ENTRAMBOSMARES

Don Fulgencio de Entrambosmares, el cómico filósofo que para Amor y pedagogía inventó Unamuno, enseñaba que la buena ciencia consiste en catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden. Respecto de su Dios, el dieciochesco Dios del deísmo, tal vez fuese éste el secreto designio de quienes planearon la más famosa de todas las enciclopedias, la de d´Alembert y Diderot; pero en modo alguno es el de quienes en la segunda mitad del siglo XX componen diccionarios enciclopédicos alfabéticamente ordenados. Hay en ellos orden, porque sin cierto orden, el que sea, el saber que exponen sería enojoso caos; pero el orden a que recurren es intencionalmente neutro, asépticamente ajeno a cualquier valoración doctrinaria, y en consecuencia deja al lector en plena posesión del más radical presupuesto para una edificación verdaderamente humana de su vida: su libertad personal. La antes mentada Encyclopédie française, valga su alto ejemplo, no sólo pretendía enseñar; quería también imbuir en sus lectores la mentalidad de quienes en la Francia de la época se llamaban a sí mismos philosophes; aspiraba en suma, a que los hombres del futuro fuesen, como luego había de decirse, enciclopedistas; para lo cual, además de enseñarles, los adoctrinaba en la común philosophie de esos philosophes. Bien distintos son la intención y el proceder de los actuales diccionarios enciclopédicos. Ante un término o una locución, procuran decir compendiosamente al lector lo que hoy se conoce acerca de uno y otra; satisfacen, por tanto, su menester primero –recibir información-, y le dicen sin palabras: “Ahora, amigo, usted verá lo que con estos datos que yo le brindo quiere hacer en su vida.”Esto es: respetan su libertad, le dejan ser lo que él quiere ser, con sólo la íntima obligación moral de serlo más informada y responsablemente. Bien sé que entre el “dato” y la “interpretación”, entre lo que una cosa parece ser en sí misma y el sentido que posee para quien la conoce, no hay y no puede haber separación tajante, porque la selección y la exposición del dato presuponen la existencia de cierto juicio previo acerca de su significación y su valor. Decir, por ejemplo, que Descartes escribió el Discurso del método y que Kant compuso la Crítica de la razón pura es una pura constatación factual que, como todas ellas, puede ser cierta, errónea o dudosa; pero si un diccionario enciclopédico alemán dedica a Kant doble espacio que a Descartes, esto indicará que su redactores dan más importancia a Kant que a Descartes y, en consecuencia, que su particular juicio de valor discrepa del que acaso pudiera mover en dirección contraria a los redactores de un diccionario enciclopédico francés. Cierto: incluso en los juicios de mera existencia –“esto es” o “esto no es”-, el atenimiento a una presunta “objetividad pura” es un ideal utópico, ese que el optimismo positivista consideró definitivamente alcanzado por el hombre de ciencia. ¿Excluye esto, sin embargo, la posibilidad de reducir a un mínimo la parte que la actitud estimativa e interpretativa del expositor ineludiblemente inyecta en la selección y en la presentación de lo que expone? Tal vez viene siendo la constante aspiración de los diccionarios enciclopédicos de nuestro siglo. Algo que todo lector celoso de su libertad personal –“Mire, señor: dígame con verdad y con precisión lo que contiene el Discurso del método, y yo juzgaré acerca de su importancia y su sentido” –necesariamente debe agradecer. Ahora bien, para que un diccionario enciclopédico alcance verdadera excelencia, es preciso que, además de ser veraz, riguroso, rico en datos y máximamente objetivo, acierte en el logro de otro de sus fines esenciales: instalar al lector en la situación histórica en que ese diccionario fue concebido y redactado; ayudarle, por tanto, a que él viva realmente en la suya. Muy bien supo verlo y decirlo Ortega, cuando de los diccionarios enciclopédicos tuvo que hablar: “A mi juicio –escribió-, tenemos que acostumbrarnos todos a manejar más asiduamente obras de esta índole. Muchas veces, por no tener tiempo ni humor para estudiar un asunto, renunciamos a un mínimum de datos precisos sobre él. Esto es un error, y, a la larga, más grave de lo que parece.” En efecto, el ejercicio de la libertad puede moverle a uno a discrepar de tal o cual interpretación y a prescindir de tal o cual información; pero ese ejercicio será vicioso si la prisa, el mal humor o una mala disposición anímica respecto de lo que la interpretación o la información puedan decirle, le impelen a incumplir uno de los imperativos básicos de toda decisión responsable: partir, para adoptarla, de los datos que respecto a ella entonces se conocen y de las interpretaciones de las cuales se discrepa. Con otras palabras: para ser válida, toda decisión libre debe ser tomada desde la situación histórica en que se vive. Existir sólo atenidos al impersonal “se” del “se piensa” y el “se hace” supone, desde luego, convertir el adocenamiento en regla; buscar la originalidad desconociendo por ceguera, por apresuramiento o por pereza la situación en que “se existe –a la cual pertenecen tanto las estimaciones y las interpretaciones como los datos-, equivale, por contraste, a confundir la originalidad con el capricho o la extravagancia. Regla aplicable incluso a las acciones más geniales y revolucionarias. Genial y revolucionaria fue la acción de Descartes en la historia del pensamiento occidental; pero no habría podido ser fecunda, además de ser genial y revolucionaria, si Descartes no hubiese conocido con precisión y suficiencia cuál era la situación de ese pensamiento cuando decidió apartarse originalmente de él. Aunque en originalidad y en importancia nos hallemos a mil leguas de quien supo ser libre escribiendo el Discurso del método, a la misma regla deberíamos sujetarnos todos cuando, frente a un asunto que requiere información, responsablemente queremos ejercitar nuestra libertad personal. Enseñar, proporcionar datos a la inteligencia, y situar, poner en situación al lector inteligente; tales son los más esenciales deberes de un diccionario enciclopédico. No sólo debe decirnos concisa y precisamente lo que la evolución biológica es, según lo que de ella enseñaron los creadores de ese concepto; debe asimismo instalarnos, con precisión y concisión idénticas, en lo que acerca de la evolución biológica se piensa en ese momento en que el diccionario enciclopédico en cuestión ha sido compuesto. No siempre será tarea fácil cumplir simultánea y satisfactoriamente ambos requisitos. La enciclopedia que el lector tiene ante sus ojos le enseña con precisión y le sitúa con acierto. Sus autores le dicen: “Nos hemos esforzado para poner a tu alcance lo más esencial de lo que hoy se sabe. Hoy: el día en que tú estás viviendo. Ojalá sepas utilizar certera y responsablemente la información que nosotros te ofrecemos. Porque esto, amigo lector, ya es cosa tuya.” Pedro Laín Entralgo

jueves, 31 de octubre de 2013

J.J.Benítez

GRETA GARBO

LA MISION

EL CUELLO DE CAMISA

El cuello de camisa Hans Christian Andersen Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga. Dijo el cuello: -Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre? -¡No se lo diré! -respondió la liga. -¿Dónde vive, pues? -insistió el cuello. Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla. -¿Es usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-, ¿una especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno. -¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! -dijo la liga-. No creo que le haya dado pie para hacerlo. -Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita -replicó el cuello no hace falta más motivo. -¡No se acerque tanto! -exclamó la liga-. ¡Parece usted tan varonil! -Soy también un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine. Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse. -¡No se acerque tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada. -¡Qué remilgada! -dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente. -¡Mi querida señora -exclamaba el cuello-, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo? -¡Harapo! -replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren. -¡Harapo! -repitió. El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos. -¡Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad?. ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla. -Ya lo sé -respondió la tijera. -¡Merecería ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado! -¿Se me está declarando, el asqueroso? -exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible. -Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! -dijo el cuello-. ¿No ha pensado nunca en casarse? -¡Claro, ya puede figurárselo! -contestó el peine-. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador. -¡Prometida! -suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio. Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón. -¡La de novias que he tenido! -decía-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco! Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aún lo más íntimo y secreto de ella, será impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla. FIN

miércoles, 23 de octubre de 2013

Calzedonia

Gae Aulenti



Gaetana Aulenti (Palazzolo dello Stella, Udine, 1927 - Milán, 31 de octubre de 2012) fue una arquitecta italiana.[1] En 1954 se licencia en la Facultad de Arquitectura del Politécnico de Milán, y empieza su decenal colaboración con la redacción de la revista Casabella dirigida por Ernesto Nathan Rogers. Aulenti es una de las pocas mujeres que han dejado un profunda huella, a veces polémica, en la arquitectura internacional, así como en la escenografía teatral y en el diseño industrial. Entre sus proyectos arquitectónicos más destacados cabe señalar las reformas del Palazzo Grassi de Venecia y del Museo de Orsay de París, que propiciaron muchos encargos posteriores, como el Pabellón de Italia en la Exposición Universal de Sevilla 1992 y la reforma del Palacio Nacional de Montjuïc (Barcelona), actual sede del MNAC.

LA MUJER QUE NO AMO

LA MUJER QUE NO AMO La carta decía: Te quiero infinitamente porque no te amo. No te deseo, porque las circunstancias impiden que tú seas mía. Cuando te digo las “circunstancias”, no pretendo decir –y tú lo sabes- las vicisitudes de la vida, el puesto que ocupas en el consorcio social, las obligaciones que has suscrito hacia otros. El puesto que ocupas siempre puede cambiar, las obligaciones pueden disminuir por medio de mentiras que nos recitamos a nosotros mismos. El hombre y la mujer son pequeñas máquinas ingeniosas para fabricar pretextos y justificaciones. No serás mía, no debes ser mía, por el motivo que se condensa en estas dos palabras: “porque no”. Un literato americano dedicó una de sus novelas “A mi mujer, gracias a cuya inexistencia he podido escribir este libro.” Yo, que no escribo libros, puedo dedicarte mi amor simbólico, porque concretamente no te amo; porque, a pesar del esplendor de tu frente, el magnetismo de tus ojos, la electricidad que emite tu piel, a modo de débiles ondas discretas, como el ámbar frotado, no me produces escalofríos. Te amo porque no te amo. Eres como ciertas cigarras apresadas desde miles de años atrás en una resina transparente. Eres una obra de arte no mía, que admiro en un museo; eres una tela pictórica en un templo, al cual no llegan mis dedos. Te amo porque eres inalcanzable, y lo eres porque entre tú y yo se ha establecido, sin que nos hayamos puesto de acuerdo, un pacto recíproco de no agresión, un pacto de no-amor. Tengo la seguridad de que el amor no surge en mí, o si surge no arraiga, no germina, no florece, porque yo no hago nada para animarlo. Todos los amores son desgraciados enfermizos que se aguantan en vida artificialmente, en una incubadora. Los hombres se enamoran porque quieren. Yo no quiero. Yo no quiero saber, no quiero conocer, no indago. Yo sé que te pones elegante, te pones bella, te refinas (admito que puedes llegar más lejos del refinamiento-límite) para otros, no para mí. Para otros inventas los embustes más blandos y las mentiras más temerarias, y no para mí, y yo puedo observar apáticamente tus perfidias eventuales, tal vez programadas, como el espectador de un circuito automovilístico que se coloca a prudencial distancia en las curvas propicias a la catástrofe. Yo no corro riesgos, yo me protejo porque no te amo. De tu cuerpo, de tu fisiología periódica, de tu irregular patología (incluso tendrás tus pequeños malestares) no sé nada; ignoro las pequeñas servidumbres que disminuyen la atracción. La atracción no puede disminuir en mí porque no te amo. La Dama de las Camelias se colocaba durante tres o cuatro días una camelia roja en el vestido, que puntualmente le proporcionaba una florista de la chaussée d´Antin. Todos los amantes están informados de aquella camelia roja, aunque no esté puesta en evidencia oficialmente. Yo, sin embargo, que soy un superprivilegiado, veo ininterrumpidamente la camelia blanca, porque tú eres para mí un espíritu puro, una abstracción algebraica. Las lágrimas sin sentido, los cambios de humor y las inquietudes de las otras mujeres se explican calendario en mano. Para mí tus lágrimas siempre son de naturaleza cerebral, y eso te confiere una aureola de espiritual melancolía. Tú eres para mí la mujer sin porqué, a partir del momento en que no inventas para mí tus absurdos porqués. Tus actos son siempre genialmente irracionales. Entre tú y yo nunca habrá las inevitables miserias, las sucias mezquindades del fin, porque nunca habrá principio. Nuestro amor, o por lo menos el mío, es el más bello de todos los amores porque entre tú y yo el amor nunca existió. Y para terminar, amiga mía, sigue siendo bella, imprevista, insólita y fuera de lo normal. Me gustas así porque eres la mujer que no amo. Esta carta es de las que no piden una respuesta, pero dado que la mujer (aquella mujer) era un ser exquisitamente irracional, para no perder tiempo en buscar un sobre, un papel y una pluma le telefoneé: - Pero ¿no te das cuenta, cretino, de que ninguna mujer ha recibido jamás una declaración de amor tan completa? Mi marido está de viaje, tal vez por culpa de una mujer. Ven al mediodía y tomaremos un drink.
Dino Segre (Pitigrilli)

martes, 20 de agosto de 2013

Jean-Michel Basquiat: The Radiant Child

Jean-Michel Basquiat: The Radiant Child, out in select theaters today in New York, draws on before-unseen footage of filmmaker Tamra Davis in conversation with the artist, and new commentary from Basquiat's contemporaries and supporters, among them Julian Schnabel, dealer Bruno Bischofberger, and longtime girlfriend Suzanne Mallouk. The documentary also revisits what was once thought to be the only existing video-taped interview with Basquiat, short clips of which feature in Radiant Child: a 1982 interview at Basquiat's Crosby Street studio, conducted as part of a program on "Young Expressionists" by the video magazine ART/new york.

Meditación para liberarnos de los efectos de otras vidas

miércoles, 14 de agosto de 2013

.Marilyn Rossner, Congreso Consciencia transpersonal .

La Casa de Alaska y Mario .Kitsch

La palabra kitsch (/ˈkɪtʃ/) se origina en el término yidis etwas verkitschen.[1] Define al arte que es considerado como una copia inferior de un estilo existente. También se utiliza el término kitsch en un sentido más libre para referirse a cualquier arte que es pretencioso, pasado de moda o de muy mal gusto. Aunque su etimología es incierta, está ampliamente difundido que la palabra se originó en el arte de Múnich entre los años 1860 y 1870. El término era usado para describir los dibujos y bocetos baratos o fácilmente comercializables. La palabra alemana kitsch está asociada al verbo kitschen, que significaba ‘barrer mugre de la calle’. El kitsch apelaba a un gusto vulgar de la nueva y adinerada burguesía de Múnich que pensaba, como muchos nuevos ricos, que podían alcanzar el estatus que envidiaban a la clase tradicional de las élites culturales, copiando las características más evidentes de sus hábitos culturales. Lo kitsch empezó a ser definido como un objeto estético empobrecido con mala factura, y llegó a significar más la identificación del consumidor con un nuevo estatus social que una respuesta estética genuina. Lo kitsch era considerado estéticamente empobrecido y moralmente dudoso. El sacrificio de una vida estética convertida usualmente en pantomima, aunque no siempre, con el interés de señalar un estatus social.

El pulpo negro