" Bendito sea el lazo que nos une". Martin Luther King

Señor, Médico Todopoderoso, me postro ante Ti. Ya que no hay don ni merced que de Ti necesariamente no provenga, te suplico: Da habilidad a mi mano, clarividencia a mi mente, bondad y piedad a mi corazón. Dame singularidad de propósito, fuerza para aliviar la carga de los que sufren y un auténtico conocimiento del privilegio que me ha sido otorgado. Elimina de mi corazón todo engaño y frivolidad para que con la sencilla fe de un niño pueda confiar en Ti. Amén.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

PARA VIVIR NO QUIERO


María Dolores Pradera

Cyrano de Bergerac

"Ese es mi vicio, me gusta provocar, adoro ese suplicio. ¿Qué quieres que haga? ¿Buscarme un protector? ¿Un amo tal vez? ¿Y como hiedra oscura que sube la pared medrando sin lira y con adulación? ¿Cambiar de camisa para obtener posición? ¡No, gracias! ¿Dedicar, si viene al caso, versos a los banqueros? ¿Convertirme en payaso? ¿Adular con vileza los cuernos de un cabestro por temor a que me lance un gesto siniestro? ¡No, gracias! ¿Desayunar cada día un sapo? ¿Tener el vientre panzón? ¿Un papo que me llegue a las rodillas con dolencias pestilentes de tanto hacer reverencias? ¡No, gracias! ¿Adular el talento de los canelos? ¿Vivir atemorizado por infames libelos y repetir sin tregua: ¡Señores, soy un loro, quiero ver mi nombre escrito en letras de oro!? ¡No, gracias! ¿Sentir terror a los anatemas? ¿Preferir las calumnias a los poemas? ¿Coleccionar medallas? ¿Urdir falacias? ¡No, gracias! ¡No, gracias! ¡No, gracias!...

Pero cantar, soñar, reír, vivir, estar solo, ser libre, tener el ojo avizor, la voz que vibre, ponerme por sombrero el universo por un sí o por un no, batirme o hacer un verso; despreciar con valor la gloria y la fortuna, viajar con la imaginación a la luna, no pagar jamás por favores pretéritos, renunciar para siempre a cadenas y protocolo; posiblemente no volar muy alto, pero solo."

LETIZIA


La pervivencia del amor

LA PERVIVENCIA DEL AMOR 
“Creo que podemos esperar que, libre de la pesada carga del miedo, del privado miedo económico y del público miedo a la guerra, el espíritu humano se remontará a alturas hasta ahora no soñadas. Hasta ahora, los hombres han estado siempre cohibidos en sus esperanzas, sus aspiraciones y su imaginación por las limitaciones de lo que ha sido posible. Han buscado alivio al dolor y a la tristeza en la esperanza de una futura vida en el cielo. No hay razón para que la vida en la tierra no haya de estar llena de felicidad. No hay razón para que la imaginación haya de buscar refugio en el mito. En un mundo tal como los hombres podrían hacerlo ahora, si quisiesen, la imaginación podría ser libremente creadora dentro del marco de nuestra existencia terrenal. En tiempos recientes, los conocimientos se han desarrollado tan deprisa, que su adquisición ha quedado confinada a una pequeña minoría de expertos, pocos de los cuales han tenido la energía o la capacidad de impregnarlos de sentido poético y de penetración cósmica. El sistema astronómico de Ptolomeo halló su mejor expresión poética en Dante, y para ello hubo de esperar unos mil quinientos años. Estamos sufriendo una indigestión de ciencia. Pero en un mundo de educación más emprendedora, esta masa indigesta podría ser asimilada y nuestra poesía y arte podrían crecer y abrazar nuevos mundos que una época cantaría. Podemos esperar que la liberación del espíritu humano nos traiga nuevos esplendores, nuevas bellezas y nuevas sublimidades, imposibles en el constreñido y cruel mundo del pasado. Si nuestras actuales cuitas pueden ser superadas, el hombre podrá mirar hacia adelante en un futuro inconmensurablemente más largo que su pasado, inspirado por una amplitud de miras, por una continuada esperanza, perpetuamente alimentada por un continuo triunfo. El hombre ha tenido un comienzo estimable para un niño – porque, en un sentido biológico, el hombre, la última de las especies, es todavía un niño-. Ningún límite puede ponerse a lo que ha de conseguir en el futuro. Con los ojos de mi imaginación veo un mundo de gloria y alegría, un mundo donde las mentes se expanden, donde la esperanza no se anublará, y donde lo que es noble ya no será condenado como traición a este o aquel mezquino objetivo. Todo esto puede suceder si dejamos que suceda.” 
Bertrand Russell

miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL CISNE NEGRO

ENTRAMBOSMARES

Don Fulgencio de Entrambosmares, el cómico filósofo que para Amor y pedagogía inventó Unamuno, enseñaba que la buena ciencia consiste en catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden. Respecto de su Dios, el dieciochesco Dios del deísmo, tal vez fuese éste el secreto designio de quienes planearon la más famosa de todas las enciclopedias, la de d´Alembert y Diderot; pero en modo alguno es el de quienes en la segunda mitad del siglo XX componen diccionarios enciclopédicos alfabéticamente ordenados. Hay en ellos orden, porque sin cierto orden, el que sea, el saber que exponen sería enojoso caos; pero el orden a que recurren es intencionalmente neutro, asépticamente ajeno a cualquier valoración doctrinaria, y en consecuencia deja al lector en plena posesión del más radical presupuesto para una edificación verdaderamente humana de su vida: su libertad personal. La antes mentada Encyclopédie française, valga su alto ejemplo, no sólo pretendía enseñar; quería también imbuir en sus lectores la mentalidad de quienes en la Francia de la época se llamaban a sí mismos philosophes; aspiraba en suma, a que los hombres del futuro fuesen, como luego había de decirse, enciclopedistas; para lo cual, además de enseñarles, los adoctrinaba en la común philosophie de esos philosophes. Bien distintos son la intención y el proceder de los actuales diccionarios enciclopédicos. Ante un término o una locución, procuran decir compendiosamente al lector lo que hoy se conoce acerca de uno y otra; satisfacen, por tanto, su menester primero –recibir información-, y le dicen sin palabras: “Ahora, amigo, usted verá lo que con estos datos que yo le brindo quiere hacer en su vida.”Esto es: respetan su libertad, le dejan ser lo que él quiere ser, con sólo la íntima obligación moral de serlo más informada y responsablemente. Bien sé que entre el “dato” y la “interpretación”, entre lo que una cosa parece ser en sí misma y el sentido que posee para quien la conoce, no hay y no puede haber separación tajante, porque la selección y la exposición del dato presuponen la existencia de cierto juicio previo acerca de su significación y su valor. Decir, por ejemplo, que Descartes escribió el Discurso del método y que Kant compuso la Crítica de la razón pura es una pura constatación factual que, como todas ellas, puede ser cierta, errónea o dudosa; pero si un diccionario enciclopédico alemán dedica a Kant doble espacio que a Descartes, esto indicará que su redactores dan más importancia a Kant que a Descartes y, en consecuencia, que su particular juicio de valor discrepa del que acaso pudiera mover en dirección contraria a los redactores de un diccionario enciclopédico francés. Cierto: incluso en los juicios de mera existencia –“esto es” o “esto no es”-, el atenimiento a una presunta “objetividad pura” es un ideal utópico, ese que el optimismo positivista consideró definitivamente alcanzado por el hombre de ciencia. ¿Excluye esto, sin embargo, la posibilidad de reducir a un mínimo la parte que la actitud estimativa e interpretativa del expositor ineludiblemente inyecta en la selección y en la presentación de lo que expone? Tal vez viene siendo la constante aspiración de los diccionarios enciclopédicos de nuestro siglo. Algo que todo lector celoso de su libertad personal –“Mire, señor: dígame con verdad y con precisión lo que contiene el Discurso del método, y yo juzgaré acerca de su importancia y su sentido” –necesariamente debe agradecer. Ahora bien, para que un diccionario enciclopédico alcance verdadera excelencia, es preciso que, además de ser veraz, riguroso, rico en datos y máximamente objetivo, acierte en el logro de otro de sus fines esenciales: instalar al lector en la situación histórica en que ese diccionario fue concebido y redactado; ayudarle, por tanto, a que él viva realmente en la suya. Muy bien supo verlo y decirlo Ortega, cuando de los diccionarios enciclopédicos tuvo que hablar: “A mi juicio –escribió-, tenemos que acostumbrarnos todos a manejar más asiduamente obras de esta índole. Muchas veces, por no tener tiempo ni humor para estudiar un asunto, renunciamos a un mínimum de datos precisos sobre él. Esto es un error, y, a la larga, más grave de lo que parece.” En efecto, el ejercicio de la libertad puede moverle a uno a discrepar de tal o cual interpretación y a prescindir de tal o cual información; pero ese ejercicio será vicioso si la prisa, el mal humor o una mala disposición anímica respecto de lo que la interpretación o la información puedan decirle, le impelen a incumplir uno de los imperativos básicos de toda decisión responsable: partir, para adoptarla, de los datos que respecto a ella entonces se conocen y de las interpretaciones de las cuales se discrepa. Con otras palabras: para ser válida, toda decisión libre debe ser tomada desde la situación histórica en que se vive. Existir sólo atenidos al impersonal “se” del “se piensa” y el “se hace” supone, desde luego, convertir el adocenamiento en regla; buscar la originalidad desconociendo por ceguera, por apresuramiento o por pereza la situación en que “se existe –a la cual pertenecen tanto las estimaciones y las interpretaciones como los datos-, equivale, por contraste, a confundir la originalidad con el capricho o la extravagancia. Regla aplicable incluso a las acciones más geniales y revolucionarias. Genial y revolucionaria fue la acción de Descartes en la historia del pensamiento occidental; pero no habría podido ser fecunda, además de ser genial y revolucionaria, si Descartes no hubiese conocido con precisión y suficiencia cuál era la situación de ese pensamiento cuando decidió apartarse originalmente de él. Aunque en originalidad y en importancia nos hallemos a mil leguas de quien supo ser libre escribiendo el Discurso del método, a la misma regla deberíamos sujetarnos todos cuando, frente a un asunto que requiere información, responsablemente queremos ejercitar nuestra libertad personal. Enseñar, proporcionar datos a la inteligencia, y situar, poner en situación al lector inteligente; tales son los más esenciales deberes de un diccionario enciclopédico. No sólo debe decirnos concisa y precisamente lo que la evolución biológica es, según lo que de ella enseñaron los creadores de ese concepto; debe asimismo instalarnos, con precisión y concisión idénticas, en lo que acerca de la evolución biológica se piensa en ese momento en que el diccionario enciclopédico en cuestión ha sido compuesto. No siempre será tarea fácil cumplir simultánea y satisfactoriamente ambos requisitos. La enciclopedia que el lector tiene ante sus ojos le enseña con precisión y le sitúa con acierto. Sus autores le dicen: “Nos hemos esforzado para poner a tu alcance lo más esencial de lo que hoy se sabe. Hoy: el día en que tú estás viviendo. Ojalá sepas utilizar certera y responsablemente la información que nosotros te ofrecemos. Porque esto, amigo lector, ya es cosa tuya.” Pedro Laín Entralgo